Para que no siguiera con mis caricias,
me cogiste la cara y emitiste un breve sonido.
Lo oí por primera vez.
Un sonido leve y redondo como una burbuja.
Yo contuve la respiración.
Tú seguías respirando.
Te oía respirar.
Entonces comenzamos a subir lentamente.
Primero tocamos la brillante superficie del mar,
luego fuimos arrastrados con ímpetu a tierra firme.
Tuve miedo.
No tuve miedo.
Tuve ganas de llorar.
No quise llorar.
Antes de separarte por completo de mi cuerpo,
me diste un lento beso en la boca,
en la frente,
en las cejas,
en ambos párpados.
Fue como si me besara el tiempo.
Cada vez que se encontraban nuestros labios, la oscuridad se hacía más densa.
La quietud se acumulaba como la nieve que borra para siempre todas las huellas
y nos iba cubriendo en silencio las rodillas, la cintura, y por fin la cara.