El viejo fibroso, y por lo visto más fuerte que yo, me pasó el brazo por debajo de la axila para que me apoyara. Dimos media vuelta y me llevó en la dirección opuesta. Me dejé conducir algunas calles y cuando me sentí un poco más desentumido pude caminar por mi cuenta. Reconocí la zona. Me estaba guiando de vuelta a la casa de Horacio.
—No, oiga, yo ya no quiero volver ahí —me resistí—. No hay manera de entrar, y si espero a que alguien salga y me vuelven a ver los policías, ahora sí me meten a la grande.
—Espérate, hombre, ven.
Lo seguí hasta llegar a la entrada de los leones.