Unos ojos recién inaugurados

Para mí es una conversación todavía abierta. Un llamado telefónico que nunca se cuelga, como cuando advertís que el otro se olvidó de colgar como corresponde y, mientras escuchás ruidos de fondo, le seguís hablando a ver si te escucha, porque colgarlo significa no poder volver a llamar. Abuela: te fuiste y dejaste el teléfono descolgado. No voy a colgar el mío, te voy a seguir hablando, aunque sepa que nunca vas a volver a levantar el tubo

Luego llamé a mi familia para contarles: a mi papá, a mi tío, a mi mujer, a mis hermanos. A todos les repetía lo mismo, y en todos era honesto como nunca antes: “Se fue, ya está, ya no sufre más”. Y con cada llamada lloraba un poco menos, pero nunca dejé de llorar.

Me puse a llorar y le dije a la doctora: “No es exactamente tristeza, sé que era lo mejor para ella. Es que la voy a extrañar mucho”. Ahí me quebré, y entonces se abatió una tormenta sobre la ciudad.

Al día siguiente fue internada en el Hospital Italiano. Yo había vuelto a Buenos Aires a extraerme una muela; todos me habían insistido en que me hiciera igual la cirugía. Después de la operación, mi mujer me preguntó cómo andaba. Le escribí: “Bramo de dolor, como diría mi abuela”. Era una expresión que usaría ella; me gustaba tenerlas identificadas y apropiármelas. “Ya sin muela”, escribí, y pensé en lo mucho que se parecían muela y abuela. Me la tuvieron que arrancar para sacármela

Mi abuela no se parecía a nadie, y por eso yo me quería parecer a ella

Mi abuela no se parecía a nadie, y por eso yo me quería parecer a ella

Pero lo que pude tener con Elsa fue tanto una educación como una conversación. Creo que es porque siempre me hizo reír, o quizás me río porque ella me inculcó sus mismas diversiones.

No es coincidencia que yo me haya obsesionado con los tesoros. La casa de mi abuela siempre fue mi propia Isla del Tesoro.

La encuentro en todas partes y durante una milésima de segundo pienso que es ella: una mujer sentada en el colectivo, dormida contra la ventana, a la que no le puedo ver la cara; en alguien que avanza con un andador rojo; mirando una foto de Osamu Dazai le digo a mi mujer: ¿acaso no es igual a mi abuela?

La abuelidad es un parentesco con lo mejor de la progenie y ninguno de sus defectos. No hace falta poner límites, ni tampoco fuerza la convivencia. El nieto está en un estado natural de apertura; la abuela, de ofrecimiento. Yo tomé todo lo que pude, a manos llenas.