Alguna vez azoté la puerta después de una trifulca familiar a la hora de la comida. Mi madre me esperó a que regresara y, en completa calma, con la cocina ya perfectamente limpia, me informó que eso era lo que hacía otra gente cuando se enojaba, nosotros no. Nosotros veníamos de gente que lo había vencido todo, la pobreza, el analfabetismo, el ocaso del algodón. Nuestra gente, de la que veníamos, había incluso sobrevivido a la epidemia de influenza de 1918. Nosotros, y eso lo decían de maneras sutiles y de maneras honestas, estábamos vivos de milagro, y el milagro era nuestra redención. Que se desesperaran los otros. Que los otros azotaran puertas cuando no podían usar la inteligencia o la capacidad de observación, o la paciencia. Que los otros perdieran el tiempo y desperdiciaran sus talentos porque nosotros, que veníamos de tan lejos, nosotros que éramos libres, nosotros que lo venceríamos todo, teníamos cosas que hacer. ¿De acuerdo? La voz de mi madre, más intimidante entre más serena, no admitía reticencia alguna. Incluso el más leve titubeo podría haber sonado a traición. Éramos una volátil república soberana de cuatro habitantes. Éramos un reino completo, autosuficiente. Necesitábamos muy poco del exterior. Esa era nuestra arma secreta; en eso consistía nuestro método. A nadie se le hubiera ocurrido en esa época que otra persona pudiera formar parte de nuestra unión.