Archivo agonía

Resulta irónico, sin duda, que la vida nos enseñe a morir bien y, en medida de lo posible, nos conduzca también a aprender a seguir viviendo tras los efectos de la muerte. Así es la vida.

Hay tanto qué decir sobre el libro inacabado, el cuaderno perdido, el archivo robado. Son géneros de lo esfumado: la foto no tomada, la obra en proceso extraviada. Piénsalo. Cada uno de estos casos se relaciona con una pérdida radical o una desaparición repentina. El dolor que emana de una herida compuesta de lo que pudo haber sido, pero no fue.

Necesitamos familias extendidas. Necesitamos pandillas. Las tribus quedaron dispersas tras la Revolución Industrial. La idea de la familia nuclear: hombre, mujer, niños, perro, gato, es frágil. Espantosamente vulnerable. Así que yo le aconsejo a las personas que formen una suerte de pandilla. Y luego, ya sabes, deben amarse los unos a los otros».

«Formen su propia sociedad chiquita. Consíganse una pandilla».

Toda muerte es proceso.

Un espacio de la existencia donde las cosas no pueden deshacerse. Donde no hay vuelta atrás. Y sin embargo, la vida permanece.
¿Qué nos ocurre cuando habitamos ese terreno?

La agonía ocurre cuando resulta ya imposible regresar a la vida, pero la muerte aún no ha llegado.

Los procesos creativos jamás ocurren en soledad ni en aislamiento, en el mejor de los casos surgen del diálogo interminable y la curiosidad cruzada de múltiples imaginaciones.

Pero no, para Edith la agonía no significaba sufrimiento (o no sólo eso), sino más específicamente el proceso mismo (material y temporal) por medio del cual uno muere.

La construcción de archivo como forma de arte, en su máxima expresión. La gente creía que estaba loco, pero él simplemente apreciaba la relevancia antropológica del comportamiento humano que se escondía en los dobleces de aquellos avioncitos. Hasta mandó su colección al Museo Smithsoniano. Una vez ahí, los avioncitos se quedaron en una caja, ignorados por los imbéciles de cuello blanco del circuito cultural.