Canción de invierno

—Lo único que pido, Elisabeth —anunció—, es que recuerdes. —Sus palabras sonaban como un bajo, y sus notas resonaban en mis huesos—. Por favor, recuerda.

Por qué tenía que adueñarse de todo lo que era mío? Mi hermana tenía el don de convertir todo lo extraordinario en algo mediocre.

Una mujer lasciva es una fruta podrida que parece estar deseando que el Rey de los Duendes la arranque del árbol —entonó Constanze.

—La escribiré por ti —susurré—. Por ti, mi amado inmortal.

Elige vivir, Elisabeth. En tu interior arde un fuego muy especial; no dejes que se apague. Aliméntalo con tu música, con el paso de las estaciones, con tarta de chocolate, con fresas y con el delicioso Gugelhupf de tu abuela. Deja que el amor que sientes por tu familia lo avive aún más.

Mi vida, mi mera existencia, es una tortura eterna.

—Nosotros, los duendes, no violamos lugares sagrados —dijo Ramita—. Un detalle que vosotros, los mortales, nunca tuvisteis con nosotros. Seguimos las antiguas leyes, pero respetamos la fe de su majestad. ¿Quiénes somos para censurar o rechazar lo extraño y desconocido?

Quién eres, Elisabeth?

Rezo al Señor, y eso me consuela, aunque, por lo visto, mis oraciones nunca llegan a sus oídos.

Desliza el brazo derecho hasta mi garganta y presiona con fuerza.