Sayoko se dio cuenta de que había despertado el interés en las demás, que escuchaban atentas, atraídas por su ligera euforia al hablar. Le habría gustado seguir. Durante todos esos años había soportado el peso de una culpa incierta: culpa por haber renunciado a su trabajo, por convertirse en ama de casa, por molestarle tener que llevar a su hija a la guardería, por alegrarse cuando llovía, por llevarla cuando los demás le decían que era una crueldad, por haberse sentido muchas veces al borde de la depresión. Ahora, en cambio, sentía que todo eso no había sido en vano. Todas sus dudas habían terminado por llevarla a alguna parte.