Creo que la bebida más repugnante que he probado en mi vida fue una cosa llamada mezcal que me ofrecieron en un mercado mexicano. Está hecho (según he descubierto) con la misma planta similar al áloe que nos proporciona el tequila, del que constituye una especie de versión barata, si tal cosa es imaginable. Cuando adquirí mi botella, llevaba un paquetito anudado al cuello. En su interior había lo que parecía ser una gamba con polvos de talco. «¿Y esto qué es?», le pregunté a mi amigo americano. «Eso es el gusano —repuso él—, es la mejor parte. No puedes probarlo sin él.» Pero yo lo intenté. Y la cabeza se me llenó de un sabor a garaje o taller mecánico: caucho caliente y plástico, aceite requemado y un pestazo a vapor de ácido clorhídrico procedente del coche en reparación. Cuando le vendí a Mack el resto de la botella, el hombre le echó dentro el gusano empolvado, la tapó de nuevo, removió y se sirvió un buen vaso de líquido grisáceo con motitas de color rosa. Antes le doy a la lejía.