El viaje de Malka

A Malka le pareció que aunque esos hombres y esas mujeres eran diferentes, lloraban y reían como todos. Nacían y morían como todos. Le pareció que aunque el mundo era muy grande, las cosas importantes eran las mismas en todos lados. ¿O no? Quería preguntarles, pero ahora, después del viento, de los ahogados y de la gente de la isla, estaba hecha un lío. Tremendo lío.

“¡Pero qué voy a desaparecer, qué voy a desaparecer! Si hubiera desaparecido, tú no podrías pensar en mí”.

Desaparecer y morir eran cosas bien distintas.

—Ha muerto —tuvo que aclararle Malka.
Era la primera vez que lo decía en voz alta. Le pareció raro oírlo, le asustó. Era como si ahora la abuela se hubiese muerto de verdad.

Si estuviera Dios aquí, ¿crees que estaríamos así, con estas ropas y estas caras desoladas? Nosotros no creemos en él, puesto que él no cree en nosotros.

Tal vez porque mamá era mamá, sabía devolver los sueños.

cuando ya no busques, cuando estés en paz con el mundo, entonces encontrarás.

—¿Fe? ¿Qué es eso?

—Pues que te lo crees y punto.

—¿Lo has encontrado? —preguntó su madre.

—¿A quién?

—A Dios, por supuesto.

Malka se sorprendió de que su madre supiera lo de su viaje. No se acordó de que había dejado una nota.

—No —dijo—. La gente no se pone de acuerdo.

—Para creer en Dios hay que tener fe —le dijo su madre.

Tampoco sabían qué quería decir con eso de la comunión.

El resto de los árboles sacudieron sus hojas como despertando de un gran letargo. Uno de ellos les explicó:

—O sea, que participamos de lo común.

—Que todos somos una misma cosa —dijo otro.