amaba con ese amor terrible, posesivo, absoluto con que aman los niños solitarios, y Rosette le correspondía con un cariño sin celos ni congoja. Maurice no imaginaba su existencia sin ella, sin su incesante parloteo, su curiosidad, sus caricias infantiles y la ciega admiración que ella le manifestaba. Con Rosette se sentía fuerte, protector y sabio, porque así lo veía ella. Todo le daba celos. Sufría si ella prestaba atención, aunque fuese un instante, a cualquiera de los chicos Murphy, si tomaba una iniciativa sin consultarlo, si guardaba algún secreto. Necesitaba compartir con ella hasta los más íntimos pensamientos, temores y deseos, dominarla y al mismo tiempo servirla con total abnegación.