La suma de los placeres debe ser siempre mayor que la suma de los displaceres. El sufrimiento en la ética hedonista encarna el mal absoluto. Tanto el sufrimiento experimentado como el sufrimiento infligido, por supuesto. Por consiguiente, el bien absoluto coincide con el placer definido por la ausencia de perturbaciones, la serenidad adquirida, conquistada y mantenida, y la tranquilidad del alma y del espíritu. Ese juego conceptual puede parecer complejo, esa tensión mental da la impresión de ser radicalmente impracticable, ese cuidado constante del tercero, esa escena ética montada de forma permanente, ese teatro moral sin tregua, llevan a creer que se trata de una propuesta titánica, insostenible, y no más practicable que la moral judeocristiana de la santidad.