y Fernando se habían conocido en un bar de Madrid, cuando ella pretendía mejorar su castellano y pasar un tiempo lejos de la familia. Se sintieron tan atraídos que, una semana más tarde, al despedirse en el aeropuerto, acordaron seguir con la relación. Así empezó un romance virtual en el que él le hablaba de su vida en Burgos e izaba frente a la pantalla cientos de imágenes. El colegio de los curas, su primer trabajo, el interés por las aguas embotelladas, los envases creativos. Lo que había cenado. Lo que desayunaría mañana. A Liz le hubiera gustado un poco más de misterio, alguna grieta en la relación transparente que él desplegaba, un poco de imaginación, pero la enternecía ese entusiasmo de mascota.
¿Imaginación, Fernando?
¿Zapatos rojos?
No lo había visto cambiar ni el modelo de gafas, era tan previsible como el agua estancada.
¿De dónde habían salido esos zapatos?
Fernando llegó acalorado, mientras se arrancaba la corbata describió minuciosamente su día en la oficina, encendió el televisor. No había logrado que los restaurantes de la cadena X aceptaran sus aguas de lujo con oxígeno, estaba tan molesto que Liz valoró si era oportuno montarle una escena. La gata, que había permanecido toda la tarde estudiando la rutina de