El rey de mimbre

–Nunca dije que no sintiera lo mismo –dijo bruscamente–. Que ya no vea el reino no quiere decir que no siga existiendo –dijo furioso–. Mientras uno de los dos lo recuerde, aún existe. Nosotros decidimos cuándo terminar el juego, no ellos. Nadie más. Eres tan estúpido, August. Eres muy estúpido y te quiero demasiado.

Había un animal salvaje atrapado en su interior que quería clavar las garras en la celda de Jack hasta que sus dedos sangraran y gritar hasta que Jack escuchara que él no quería estar lejos. Pero controló esa necesidad y la apartó.

Porque él estaba cuerdo. Y no pertenecía a ese lugar.

Había fallado. Había fallado en todas las formas posibles, con cada posible decisión que había tomado. Jack aún seguía loco. Y estaba solo. Y estaba en una prisión que él mismo había creado. La vergüenza y el arrepentimiento estaban ahogándolo desde el interior y, de pronto, se encontró gritando.

–Oye, Alex –ella volteó–. Eres una verdadera estrella.

Alex sonrió.

Algunas veces… tienes que dejar de intentarlo y permitir que alguien más haga su mejor esfuerzo. Para sobrevivir.

–No es débil. Mi mamá me dijo una vez que estar solo te hace sentir más débil cada día, incluso si no lo estás –dijo en voz baja–. Pero no es tan malo si estás con otras personas que también están solas. Podemos levantarnos unos a otros como una torre de naipes.

Lo único que tiene sentido ahora son las personas. Observo cómo se mueven por el espacio y sigo sus pasos. No es tan malo como parece. Y, cuando eso falla, lo sigo a él –concluyó mirando a August.

August evitó su mirada.

Te veo como siempre. No creo que eso cambie… no importa si tu ropa tiene los colores de mi mundo o si estás vestido así. Siempre eres solo tú.

La vida te enseña todas las virtudes que no recibes al nacer, de alguna forma u otra. Mi madre me dijo eso.

–Bueno… normalmente diría que estás perdiendo la cabeza. Pero estoy bastante seguro de que ya está perdida.