Me llevé mi camisa de satín púrpura, tan querida, que me había comprado en Withword’s, una pequeña tienda que había al final de mi calle. Me encantaba visitar al señor Withword: siempre me revelaba algún secreto que sólo los sastres conocían.
«Los hombres con piernas cortas deberían vestir pantalones Oxford anchos para resaltar», es una de las frases que nunca olvidaré.
La campanita de la puerta sonó cuando crucé la entrada de la puerta de la tienda húmeda.
—Ah, señorito Tolhurst, ¿en qué puedo ayudarle?
—He visto la camisa púrpura del escaparate —respondí.
El motivo real por el que había entrado en la tienda era para ver las dos únicas prendas que me gustaban de la sección de hombres, por lo general, libres de color. Esas prendas solían ser bastante baratas, lo suficientemente baratas para que algún joven con pocos ingresos pudiera comprar. En otras palabras, alguien como yo.
—Ah, sí, la que tiene ese cuello tan «moderno». —Parecía que le dolían los labios cuando decía esa palabra.
—Sí, esa es, la que tiene el cuello de pico.
Se fue para el escaparate y me la acercó.
La etiqueta señalaba que costaba cinco libras, mucho más de lo que me podía permitir. Vio cómo se me apagaba la expresión del rostro cuando supe el precio.
—¿Cuánto dinero tiene, señorito Tolhurst?
—Una libra —dije esperanzado.
El señor Whitworth me miró por encima de sus lentes y jugó con la cinta métrica que perpetuamente le colgaba de la cabeza.
—Está bien, se la dejo por una libra, pero no se lo diga a nadie; de lo contrario, todo el mundo querrá que le haga un descuento. ¿Puede prometérmelo?
—Sí, señor, claro. ¡Muchísimas gracias, señor Whitworth!
Me fui a casa tomando con todas mis fuerzas la camisa, dando gracias a la generosidad del sastre.