No basta que la imagen actúe sobre lo temporal histórico, para que se engendre una era imaginaria, es decir, para que el reino poético se instaure. Ni es tan solo que la causalidad metafórica llegue a hacerse viviente, por personas donde la fabulación unió lo real con lo invisible, como los reyes pastores o sagrados, el Monarca como encarnación viviente del Uno (que en la cultura china arcaica es el agua, el Norte y el color negro), o un Julio César, un Eduardo el Confesor, un San Luis, o un Alfonso X el Sabio, sino que esas eras imaginarias tienen que surgir en grandes fondos temporales, ya milenios, ya situaciones excepcionales, que se hacen arquetípicas, que se congelan, donde la imagen las puede apresar al repetirse. En los milenios, exigidos por una cultura, donde la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales, al convertirse el hecho en una viviente causalidad metafórica, es donde se sitúan esas eras imaginarias. La historia de la poesía no puede ser otra cosa que el estudio y expresión de las eras imaginarias.