Steelheart

segundo con los ojos muy abiertos, llenos de terror, y huyó en un parpadeo, apartándose de la furgoneta y virando hacia un lado. No estuve seguro, pero me pareció que perdía altura cuando lo apuntaba con la linterna, como si todos

Me estaba distrayendo, como un conejo que resuelve problemas de matemáticas en vez de estar atento a los zorros.

«Sabe disparar como nadie y lleva granadas diminutas en la camiseta —pensé, estupefacto—. Creo que podría estar enamorándome».

Empecé a usarlo después de morir unas cuantas veces. La reencarnación siempre me desorienta. Ver qué me llevó a la muerte me ayuda.

La gente entre la que se había infiltrado la había vuelto en cambio más humana.

Naturalmente que no.

—Los inventos son todos de pega, ¿verdad? —dije, comprendiendo—. ¡Es usted un dador! Nos dio sus habilidades. Habilidades de escudo en forma de chaqueta, habilidad curadora en forma del reparador y poderes destructivos en forma de tensores.

Mientras hablaba, los arañazos de su piel se sanaron. «El Profesor es un Épico —pensé—. El Profesor es un Épico. ¡Eso ha sido un escudo de energía que ha creado para bloquear la explosión!».

Tenía la mano extendida con la palma hacia delante. El tensor que mostraba en ella estaba prácticamente hecho pedazos.

—Caray —dijo—. Unos centímetros más y no habría podido detenerlo. —Tosió en su palma—. Eres un tarugo afortunado.

Y, como aquella arrogante mueca de autosuficiencia implicaba, Steelheart no se temía a sí mismo. Era, quizá, la única persona viva que no lo hacía.

En su mejilla había una cicatriz diminuta. La única imperfección de su cuerpo. Un regalo del hombre que había creído en él. Un regalo de un hombre mejor de lo que Steelheart sería jamás o comprendería nunca.

—Tendría que haber tenido más cuidado ese día —dijo Steelheart.

—Mi padre no te temía —susurré.