La abadía de Northanger

La amistad es ciertamente el bálsamo más eficaz para restañar las heridas de un desengaño amoroso.

Pero mi asunto es muy diferente: nuestra protagonista regresa a su hogar sola y desgraciada y no hay ningún júbilo en su espíritu que pueda inducirnos a la minuciosidad descriptiva.

Ahora en Oxford no bebe nadie, se lo aseguro. Nadie bebe. Le costaría encontrar a un hombre que consuma más de cuatro pintas, a lo sumo. Sin ir más lejos, a todo el mundo le pareció insólito que en la última fiesta que hicimos en mi habitación se bebiera un promedio de unas cinco pintas por cabeza. Todo el mundo lo consideró algo fuera de lo normal. Mis fiestas son las mejores, desde luego. No se encuentra a menudo nada semejante en Oxford... y eso puede ser una explicación. Pero esto es para darle una idea aproximada de lo que se suele beber allí.

–Sí, me da una idea aproximada –dijo Catherine no sin entusiasmo–. Beben ustedes mucho más de lo que pensaba.

no voy a adoptar esa poco generosa y poco política costumbre, tan común en los que escriben novelas, de denigrar con su despectiva censura las mismas manifestaciones cuyo número están ellos mismos incrementando, haciendo frente común con sus mayores enemigos al lanzar los más duros epítetos contra tales obras y no permitiendo casi nunca que las lea su propia heroína, la cual, si por casualidad coge una en sus manos, siempre hojeará sus insípidas páginas con desprecio. Porque, ¡ay!, si la heroína de una novela no es defendida por la de otra, ¿de quién puede esperar protección y consideración? ¿Cómo no vamos a sublevarnos contra esto? Dejemos que los periodistas censuren a sus anchas tales efusiones de la fantasía y ante cada nueva novela repitan los manidos y tontos argumentos con que la prensa gruñe en la actualidad. No nos engañemos entre nosotros: somos un cuerpo vituperado.

Dondequiera que te halles debes estar siempre satisfecha, pero especialmente en casa, porque ahí es donde se pasa la mayor parte del tiempo.

Su inquietud se basaba en hechos; sus temores, en lo probable.

Tilney dice que en nada se engaña tanto la gente como en los propios sentimientos.

Las circunstancias cambian, las opiniones también.

–Es decir, que para usted los historiadores –dijo la señorita Tilney– no son afortunados cuando dejan volar su fantasía. Hacen alarde de imaginación pero no despiertan interés. A mí, en cambio, me gusta la historia y me gusta también encontrar lo verdadero al lado de lo falso.

¿Le gusta esa clase de lecturas?
–A decir verdad, las demás no me interesan demasiado.
–¿De veras?
–Es decir, yo leo poesía y teatro y cosas así, y no me disgustan los libros de viajes. Pero la historia, la Historia seria y con mayúscula, no consigo que me interese. ¿A usted sí?
–Sí, la historia me interesa mucho.
–Ojalá me interesara a mí también.