Nuestros amigos serían los ídolos que amábamos en común, y mediante ellos nuestra amistad se consagraría con los óleos religiosos de la devoción compartida. Solo permitiríamos el ingreso en la logia, a personajes de ficción que sustituyeran a los de carne y hueso con los que habíamos tenido, él y yo, experiencias desalentadoras. Por otras causas podríamos hacer nuestro el exabrupto de Lawrence: «Detesto tanto a la humanidad, que solo en los muertos puedo pensar con amistad». La tumba de los vivos, o la casa de los muertos.