Una nueva etapa de la insurrección comunera del Paraguay se abrió entonces bajo la dirección de Fernando de Mompox, quien había escapado de la misma prisión donde se encontraba Antequera. Si al comienzo los levantamientos habían sido orientados por los encomenderos y apoyados por el resto de la población, ahora la dirección pasó al común, los representantes de villas y pueblos, pequeños y medianos propietarios rurales, ganaderos, comerciantes y las capas más pobres del campo. Además, la lucha ya no era solo contra los jesuitas, sino también contra el poder del virrey y la propia corona.
Conducidos ahora por elementos más radicales se llegó, incluso, a la creación de una junta gubernativa en Asunción, que proclamó que “el poder del Común es superior al del mismo Rey”.1 No fue hasta 1735, después de años de virtual independencia, que el virrey de Perú pudo someter la provincia rebelde, tras derrotar a las fuerzas comuneras en la batalla de Tabapy, antigua estancia de los dominicos. Las represalias fueron tremendas, mientras los jefes más connotados, Tomás de Lovera, Miguel Giménez y Mateo Arce, eran conducidos a Asunción y descuartizados en público.