Ser pobre significa aceptar nuestra vida, y no dominarla ni controlarla. Una de las enfermedades del Occidente moderno es querer controlarlo todo, planificarlo todo, decidirlo todo, someter por completo la realidad a la voluntad humana. Cosa que es evidentemente imposible, cualesquiera sean los progresos técnicos. Esta pretensión de omnipotencia no puede conducir sino a la decepción y a la angustia. Hay que pensar, por el contrario, que las situaciones que más nos hacen crecer son precisamente las que no dominamos. Cuando no podemos cambiar las circunstancias exteriores, afrontamos el reto de cambiarnos a nosotros mismos. Y es eso lo que importa, a fin de cuentas.