me inscribí en el seminario teológico y saque un diploma en Dios hará, fui nombrado cura de una parroquia y mis fieles creyentes que me asistían eran mis penas. Me mecía en la silla parroquial con un vaso de cáliz que en realidad era un vaso de deseo de la vida de otros. Pensaba: algún día, si se te asoma la suerte, tu mundo cambiará. A pesar de todos estos títulos, en realidad estaba en “algún día llegare a trabajar en la empresa de la suerte”.
Pero llegó un día en el que descubrí que esta empresa era una gran fantasía. Y que lo que esperaba con todos mis títulos, tan falsos como inoperantes, no me llevaría a ningún lugar. Así que debía desaprender y reaprender de nuevo. De este modo me puse a quemar mis títulos anteriores y decidí buscar nuevos títulos. Esta vez solo decido sacarme dos: uno en actitud y otro en disciplina. En ese mismo momento mi teología cambió y saque el título de en vez de Dios hará, el yo haré y Dios ayudará. En ese instante comencé a ver milagros en mi vida a observar cambios repentinos.
No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena siembra y buenas semillas, buen abono y riego adecuado. También es obvio que quien cultiva la tierra no se detiene impaciente frente a la semilla sembrada y grita con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita sea!
Hay algo muy curioso que sucede con el bambú japonés y que lo transforma en no apto para gente sin disciplina: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente durante siete años, a tal punto, que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles pero, sin embargo, la realidad es que durante el séptimo año, en un periodo de solo seis semanas la planta de bambú crecerá ¡más de treinta metros! ¿Tardó sólo seis semanas crecer? No. La verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse.