Muchas personas se aferran a su ira, construyen con ella una fortaleza y se quedan ahí, convirtiéndose en seres amargados, enojados con la vida, incapaces de sonreír y disfrutar, encontrando siempre una razón para quejarse y agredir. Van por la vida sintiéndose víctimas de ella, sintiendo que se les debe algo y que alguien tiene que pagar por eso. Atrás de esa actitud hay un profundo dolor contenido, un dolor que no se atreven a enfrentar por miedo a sufrir. Lo paradójico es que de todas maneras, aunque no lo parezca, esas personas amargadas sufren, y mucho, no sólo por su amargura y su ira —que tarde o temprano se convierten en odio—, sino por el rechazo y el desamor que éstas les generan.