Pero disimulo mal, ¿quién hay que sepa esconder el fuego, si él solo se delata por el brillo de su luz? Con todo, si esperas que además añada mi voz a los hechos, «ardo», ésa es la palabra que tienes como embajada de mi [10] corazón.
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Antes de verte la cara con los ojos la vi con el corazón; la fama de tu hermosura fue la primera recadera. Y no tiene nada de raro si te amo, como [40] es habitual 281 ,
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También mi hermana Casandra, despeinada como estaba, cuando querían nuestras naves izar ya las velas me gritó: «¿A dónde corres? Volverás trayendo contigo incendios. No sabes en busca de qué inmensa llama vas por estas aguas». Fue profetisa verídica; encontré los fuegos [125] de su presagio, y un amor despiadado arde en mi sensible pecho.