Magaly Muguercia

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    En los años 50 se consolida la modernización teatral en la América Latina. Una modernización, desde luego, tramada con paradójicas combinaciones entre lo nuevo y las tradiciones, entre lo «culto» y lo popular.
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    La dramaturgia poetiza sus formas y busca expresar al país, con sus identidades en conflicto.
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    Pronto llegarán de Europa Bertolt Brecht y el teatro del absurdo, y ha comenzado a difundirse la nueva escritura de los estadounidenses Arthur Miller y Tennessee Williams. El cine de Hollywood se impone, y la televisión revoluciona la cultura de masas trayendo también modificaciones al teatro. En lo político, son años de anticomunismo de posguerra y de nacionalismos beligerantes. Marxismo y existencialismo alimentan por igual los pensamientos opositores.
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    Eso que llamamos la «modernización» del teatro, como sabemos, está vinculado a los grupos independientes surgidos en los años 30. A veces las políticas públicas contribuyen a acelerar el movimiento. En Perú y Uruguay, por ejemplo, el patrocinio estatal a centros de formación de profesionales del teatro y a compañías nacionales resulta un complemento valioso. En México, los grupos independientes acaban asimilados por los teatros universitarios, que responden a la política cultural del Estado. En Puerto Rico, el teatro universitario y su escuela dominan la modernización hasta que, en la década de 1950, se suman a este proceso instituciones de fomento teatral vinculadas a la sociedad civil y al Estado. En Argentina, Cuba y Brasil los independientes predominan y son muy beligerantes. Chile tiene una situación única: son los teatros universitarios —y no grupos independientes— los responsables absolutos por la modernización teatral, hasta muy avanzada esta década.
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    […] todo estaba por hacerse. Hasta el momento, dominaba el individualismo romántico, el culto a la personalidad del divo o la diva, no siempre de sobresalientes méritos; el espectáculo, con todo su atuendo, inclusive el texto y hasta la conformación arquitectónica del escenario, estaba condicionado al lucimiento del primer actor o de la primera dama del reparto, lo que, naturalmente, desvirtuaba, si no malograba, la esencia de la obra2.

    Hacia 1940, varios jóvenes universitarios, liderados por Pedro de la Barra, deciden cambiar esta situación. La presencia de la española Margarita Xirgu en Santiago, con sus montajes de García Lorca, ha dejado profunda huella en estos aficionados. Todos intuyen cuánto puede decirle al país «otro» teatro que todavía no existe.
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    Así las cosas, una fría mañana de domingo de 1941, un público nutrido acude a la cita, que es en el Teatro Imperio. La sala la ha prestado generosamente el actor Lucho Córdoba, estrella consagrada y dueño de famosa compañía. «¿Y cuánto será el costo del arriendo?», preguntan los audaces. «El costo será… Bueno… ¡el éxito que tengan! Con eso me conformo»3. Con el estreno de La guarda cuidadosa de Cervantes, y Ligazón, de Valle Inclán, queda fundado el Teatro Experimental de la Universidad de Chile (TEUCH). Ese mismo día 22 de junio, las tropas de la Alemania nazi están invadiendo la Unión Soviética.
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    Nuestro pueblo, de Thornton Wilder.
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    Ese estreno, que en lo formal marca un momento muy alto de profesionalismo artístico, significa, además, la profesionalización del grupo en un plano económico. Es la primera vez que la universidad les paga un salario a estos actores. Llevaban cuatro años trabajando por amor al arte.
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    En 1949, el TEUCH oficializa su Escuela de Teatro, donde aquellos fundadores, ahora actualizados, serán los profesores de la generación que viene llegando.

    Un nuevo salto ocurre en 1950: montan La muerte de un viajante, de Arthur Miller, a solo un año de su estreno en Nueva York. La pieza está conmoviendo la escena internacional. N
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    La consagración absoluta le llega al TEUCH en 1952, con una puesta en escena de Fuenteovejuna dirigida por Pedro Orthous. Esta vez, la aprobación del público y la crítica es unánime. La escenografía y la iluminación de Óscar Navarro permiten el despliegue de setenta actores sobre un escenario «dominado por una imponente rampa»10. No cabe duda de que, en diez años, una «revolución técnica», como señala Juan Andrés Piña11, ha tenido lugar en la escena universitaria.
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