La noche del 2 al 3 de enero de 1864 la Grafton, una goleta mercante, naufragó en las costas de Nueva Zelanda. Los cinco hombres que integraban la tripulación hallaron refugio en un islote deshabitado.
Eran el capitán Thomas Musgrave, un australiano «sensato y de buen corazón»; George Harris, un joven marinero británico de veinte años, “ingenuo, tan valiente como robusto y buen conocedor su oficio”; Alexandre MacLarren, Alick, noruego, de unos veintiocho años, «algo taciturno, que casi jamás reía, analfabeto pero obediente, sumiso y marinero ejemplar”; Henri Forgés, el cocinero, un joven portugués de veintitrés años, «chaparro y muy feo a causa de una especie de lepra que le había corroído casi la mayor parte del rostro de modo que su nariz era poco más que una cicatriz”; y François Édouard Raynal, administrador de una plantación en Isla Mauricio, que decidió embarcarse hacia Australia para convertirse en buscador de oro, confiando en poder ganar en unos pocos años el dinero suficiente para regresar a Francia y ayudar a su empobrecida familia.
Durante los veinte meses de convivencia en las desoladas islas Auckland, batidas por el viento y las lluvias casi los trescientos sesenta y cinco días del año, François Édouard Rynal, segundo oficial del buque, se fue revelando como arquitecto, sastre, confesor, consejero y guía del infortunado grupo de náufragos. Gracias a su lucidez y ecuanimidad, así como al buen carácter de sus compañeros, este naufragio se convirtió en un insólito ejemplo de convivencia humana.