De los poemarios que más llegan y llagan son los elegíacos destinados a la muerte del padre. ¿Por qué es así? Quizá se debe a que la madre está inscrita como gestadora «de todo cuanto existe» en las más antiguas tradiciones y porque, en lo simbólico, de ella nacen y en ella mueren las cosas. Sin embargo, poco se habla de los vínculos con el padre, ese ser que en su silencio da la vida, no del alumbramiento, sino la que nace del desear. El padre educa a la hija en el deseo. Tal parece ser la relación entre Gabriela Cantú Westendarp y el padre. Él es presencia, paisaje, rumbo.
Mark Strand, en su elegía al padre, escribe que los adioses nunca son definitivos. Elegías al padre tenemos entre otras las de Jaime Sabines, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Carlos Aganzo, Guadalupe Grande, Adam Sagajewski… La lista es grande, mas el acercamiento de cada uno de los poetas diverso. Gabriela Cantú hace una reposada reflexión transida de dolor y pena. Como en las coplas de Jorge Manrique, Gabriela pasa de la narración a la abstracción más humana. Mientras que en Manrique hay un tono moralizante, en este poemario elegíaco existe una bellísima asimilación de lo ido que permanece en la naturaleza, la música, la pintura, permitiendo que el duelo se transforme en un regreso espiritual, en una indeleble compañía.