Desde lo alto de mi experiencia antediluviana, sabía que llover constituía la cumbre del placer. Algunas personas habían observado que era recomendable aceptarme, dejarse inundar por mí sin oponer resistencia. Pero lo mejor era ser directamente yo misma, ser la lluvia: no había voluptuosidad mayor que derramarse, llovizna o chaparrón, fustigar los rostros y los paisajes, alimentar los manantiales o desbordar los ríos, estropear las bodas o celebrar los entierros, abatirse con profusión, don o maldición del cielo.