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Pedro J. Acuña

La compañía de las liendres

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    Los dos sabemos que Gómez no está en su casa.

    Gómez había huido de esto. Elba también. De ellos sólo me quedaba una foto. Tal vez también era lo único que qu
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    fecho, con las manos unidas por la espalda. En la parte trasera, también borrosa, Elba, con su cabello esponjado de siempre y sin cepillar, miraba a Gómez con tranquilidad. Al lado de ella había un espejo que reflejaba una sombra, alta y delgada; esa sombra tomó la fotografía. El flash le ocultaba la cabeza.

    No había nadie en el cuarto oscuro. El editor me dijo que Elba había renunciado en cuanto terminó de revelar el rollo de
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    Me asignaron otro fotógrafo. Apenas si intercambiábamos monosílabos en los trayectos. La camioneta de prensa me hacía sentir incómodo y triste.
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    Eso es la muerte: un lago de cuerpos amarillos.
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    e cuentas esto?

    —Con Gómez a veces platicaba de cosas así. Tal vez me siento como Kurchavvy: condenada a orbitar. Tal vez todos somos una perrita que morirá quemada en una cabina de uno por uno. Lo único que nos queda es una semana de cariño antes de lo inevitable.
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    no bajo la lluvia no es para estómagos ligeros. El asesino fue puntilloso. Mientras Elba disparaba, traté de seguir la descripción del perito.

    “Individuo masculino, trein
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    esde las diez de la noche.

    —¿Ya lo sentiste? —preguntó.

    —¿Qué?

    —No sé. Tengo una sensación extraña cuando veo las fotos. Me da miedo ese cabrón.
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    a recortes de otros periódicos, teorías de quién era el Ciudadano Universal, un mapa con cinco equis rojas (los últimos asesinatos), entrevistas mecanografiadas, una lista de contactos y las fotografías. Un paquete completo y exp
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    as los ojos e imaginabas que era un rastro, hasta te podría dar hambre.

    El cuerpo: el intestino salía del tórax y coronaba la cabeza cual turbante. Le había forzado los ojos para que vieran ha
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    mano. Lo colocó en el borde de sus labios y sonrió mientras sacaba el humo por la nariz.
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