y lo demás, que venga si es que viene o ha de venir, o que
no venga.
Esclavos cardiacos de las estrellas,
conquistamos el mundo antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y resulta ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera
más el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.
(Come chocolatinas, pequeña;
¡come chocolatinas!
Mira que no hay otra metafísica en el mundo aparte de las
chocolatinas.
Mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá pudiera yo comer chocolatinas con la misma verdad con
que tú las comes!
Pero yo pienso, y al quitarles el papel de plata, que es de hoja
de estaño,
lo tiro todo al suelo, como tiré la vida.)
Pero de la amargura de cuanto nunca seré queda al menos
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico en ruinas de lo Imposible.
Al menos me consagro a un desprecio sin lágrimas,
noble al menos por el gesto desprendido con que arrojo
la ropa sucia que soy, sin papel, al discurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.
(Tú que consuelas, que no existes y que por eso consuelas,
diosa griega concebida como estatua viva
o patricia romana de nobleza imposible y nefasta,
princesa de trovadores, gentilísima y colorida,
o marquesa del siglo xviii, escotada y distante,
cocotte célebre del tiempo de nuestros padres
o no sé qué moderno —no llego a entender el qué—,
todo eso, sea lo que sea, si puede inspirar, ¡que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como quienes invocan espíritus invocan a los espíritus me
invoco
a mí mismo y no aparece nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo las aceras, veo los autos que pasan,
veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo los perros que también existen
y todo esto me pesa como una condena al destierro
y todo esto me resulta extranjero, como todo.)
Viví, estudié, amé, e incluso creí,
y hoy no hay mendigo a quien no envidie solo por no ser yo.
Me fijo en cada uno en los andrajos y en las llagas y en la mentira,
y pienso: quizá nunca hayas vivido ni estudiado ni amado ni creído
(pues es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
quizá hayas existido tan solo, como una lagartija a la que le cortan
el rabo
y que es el rabo que se revuelve más acá de la lagartija.
Hice de mí lo que no supe,
y lo que podía haber hecho de mí no lo hice.
Vestí un disfraz equivocado.
De primeras me tomaron por quien no era y no lo desmentí,
y me perdí.
Cuando quise quitarme la máscara
la tenía pegada a la cara.
Cuando me la quité y me vi en el espejo
ya había envejecido.
Estaba borracho, ya ni sabía llevar el disfraz que no me había
quitado.
Tiré la máscara y me dormí en el guardarropa
como un perro tolerado por la dirección
por inofensivo,
y escribiré esta historia para demostrar que soy sublime.
Esencia musical de mis versos inútiles,
quién pudiera encontrarte como cosa hecha por mí
en lugar de quedarme siempre frente al Estanco de enfrente
pisoteando la conciencia de estar existiendo,
como una alfombra en la que un borracho tropieza
o un felpudo que los gitanos robaron y no valía nada.
Pero el Dueño del Estanco se ha asomado a la puerta y se ha
quedado parado ahí.
Lo miro con la incomodidad de una cabeza mal orientada
y con la incomodidad de un alma que malentiende.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará el letrero y yo dejaré versos.
Un día morirá también el letrero, y también los versos.
Pasado un tiempo morirá la calle donde estuvo el letrero
y la lengua en que se escribieron los versos.
Después morirá el planeta giratorio en que todo esto ocurrió.
En otros satélites de otros sistemas algo parecido a gente
continuará haciendo cosas como versos y viviendo bajo cosas
como letreros,
siempre una cosa frente a otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el hondo misterio tan verdadero como el soñado misterio
superficial,
siempre esto o siempre otra cosa o ni lo uno ni lo otro.
Pero un hombre ha entrado en el Estanco (¿a comprar tabaco?)
y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me incorporo enérgico, convencido, humano,
y voy a intentar escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo pensando en escribirlos
y en el cigarrillo saboreo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como una ruta propia
y gozo, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de
sentirse indispuesto.
Después me reclino en la silla
y sigo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
quizás fuera feliz.)
Visto lo cual me levanto de la silla. Me acerco a la ventana.
El hombre ha salido del Estanco (¿guardando el cambio en el
bolsillo de los pantalones?).
Ah, si lo conozco: es Esteves, el que no tiene metafísica.
(El Dueño del Estanco se ha asomado a la puerta.)
Como por un instinto divino Esteves se dio la vuelta y me vio.
Me saludó con un gesto, le grité ¡Adiós, Esteves! y el universo
se reconstruyó en mí sin ideal ni esperanza, y el Dueño del
Estanco sonrió.