Los antiguos distinguían tres formas de la sabiduría: el saber intelectual, lo que se capta de lo que se dice (scire), el saber emocional, lo que se ha saboreado alguna vez (sapere) y el saber consolidado, que se ha experimentado (experire). Vemos allí las diferencias entre “explicar” (aunque no se pueda comprender o creer), “comprender” (aunque no se pueda creer o explicar) y “creer” (aunque no se pueda explicar o comprender). Son tres maneras que suelen ser simbolizadas por el cerebro, el corazón y el hígado, y que iluminan algunos desequilibrios de la inteligencia que constituyen trágicos puntos de urgencia de nuestra época. Identificamos al hombre «frío”, que «no tiene corazón”, al intelectual apasionado que «le faltan hígados” para afrontar la realidad, y al hombre de buen corazón, esforzado y confiable, que “tiene poca cabeza” y vive inmerso en innumerables problemas. Cuando un ser humano «suelta su corazón” y se enamora “sin usar la cabeza”, es muy posible que no «le alcance el hígado” para lidiar con la realidad.
Shakespeare hace decir a su Próspero que estamos hechos de la sustancia de los sueños. Esa sustancia de la cual estamos hechos, la “cuota” de «psicología” que constituye nuestras vísceras, la materia de nuestros órganos que es alma sin dejar de ser materia, es un enorme reservorio de alma del cual nuestra conciencia sólo conoce una minimísima parte. Cuando el Prometeo de Esquilo dice: «Fui el primero en distinguir entre los sueños aquellos que han de convertirse en realidad”, vemos, en cambio, el camino de los sueños que pugnan hacia su materialización. ¿Pero cómo distingue Prometeo los sueños que han de convertirse en realidad si no es a través de la importancia con que gravitan en su ánimo? Allí nos encontramos con la sabiduría de Pascal: «Hay razones del corazón que la razón ignora”.