doras, en cierto modo como una advertencia. Las de esa noche eran recuerdos.
Me desperté por fin, después de lo que me pareció una eternidad. Abrí los ojos de pronto. Aún me dolía el cuerpo y tenía los músculos agarrotados. Esperaba ver luz, pero durante unos segundos solo vi oscuridad. Cuando se me acostumbraron los ojos, distinguí a Henry.
Había arrimado un sillón a la cama y aunque las otras tres cortinas del dosel estaban echadas, la cuarta estaba corrida lo suficiente para que lo viera. Seguía teniendo mi mano entre las suyas.
—Buenos días —dijo. Había en su voz una lejanía que no entendí.
—¿Días? —balbucí, intentando mover la cabeza para mirar por la ventana, pero las cortinas estaban cerradas.
Henry pasó la mano sobre el candelero de la mesita de noche y la mecha de la vela se prendió con un suave estallido. No daba mucha luz, pero sí la suficiente para que viera lo que había a mi alrededor.
—Es muy temprano. Fuera todavía está oscuro —titubeó—. ¿Cómo estás?
Buena pregunta. Me lo pensé un momento y me sorprendió comprobar que el dolor había disminuido. Pero Henry no se refería a eso y los dos lo sabíamos.
—Ha muerto, ¿verdad?
—Pidió ocupar tu lugar y yo se lo permití —dijo con los ojos fijos en nuestras manos unidas—. Solo así podía sacarte del Inframundo. Una vida por otra. Ni siquiera yo puedo quebrantar la ley de los muertos.