Las partes civiles eran las únicas que no le miraban. Sentada justo delante de mí, entre sus dos hijos, la madre de Florence clavaba la mirada en el suelo como si se agarrase a un punto invisible para no desmayarse. Había tenido que levantarse esa mañana, desayunar algo, escoger su ropa, hacer el trayecto desde Annecy en automóvil, y ahora estaba allí y escuchaba la lectura de las veinticuatro páginas del informe del fiscal. Cuando llegaron a la autopsia de su hija y de sus nietos, la mano crispada con que apretaba contra la boca un pañuelo hecho una bola empezó a temblar un poco. Yo habría podido, extendiendo el brazo, tocarle el hombro, pero me separaba de ella un abismo que no era solamente la intolerable intensidad de su dolor. Yo no le había escrito a ella ni a los suyos, sino al hombre que había destruido sus vidas. A él creía yo deberle atenciones porque, al querer relatar esta historia, yo la consideraba suya. Yo almorzaba con su abogado. Estaba en el otro bando.