Gösta Berling, el joven pastor, había olvidado, a causa de la bebida, hasta los más elementales deberes de su ministerio. Era, por lo tanto, natural que se le destituyese.
Gösta esperaba en el púlpito, y mientras cantaban los últimos versos del cántico que precede al sermón, le asaltó la idea de que la iglesia estaba llena de enemigos: enemigos en todos los bancos; arriba, entre la muchedumbre campesina y en el círculo de los primeros comulgantes. No tenía más que adversarios. Era su enemigo el que soplaba el órgano y también era enemigo suyo el que lo tocab