Agarra el pomo de la puerta. Está congelado como un trozode hielo, una frialdad que parece advertirla de que ya no haymarcha atrás.
Kiwako sabe que los días laborables, a partir de las ochoy diez de la mañana, el apartamento no está cerrado con llavedurante unos veinte minutos. No hay nadie. En este intervalodejan solo al bebé. Sin vacilar gira el pomo.
«No voy a hacer nada malo. Sólo quiero verlo un momento.Sólo me gustaría ver a su bebé; eso es todo. Después pondrépunto y final. Lo olvidaré todo y empezaré una nueva vida.»
Kiwako pasa por encima de los futones para acercarse a la cuna.El bebé llora, mueve los brazos y las piernas. Tiene la cara roja.Kiwako alarga una mano temerosa, como si fuera a tocar unexplosivo, y la mete por debajo de su espalda. Lo toma entre susbrazos. El bebé tuerce la boca; a pesar de sus ojos llorosossonríe. Sí, claramente ha sonreído. Kiwako es incapaz demoverse, está paralizada. El bebé se ríe aún más, empiezaa babear, a estirar sus extremidades con golpes secos. Kiwakolo abraza contra su pecho. Acerca la cara a su pelo suave,respira hondo para impregnarse de su olor.
Kiwako murmura como si estuviera hechizada: «Te protegeré.Voy a protegerte para siempre». En sus brazos el bebé jugueteacomo si la reconociera, como si la consolara y al mismotiempo la perdonara. Kiwako se ha desabrochado el abrigopara meter dentro el bebé, como si lo envolviera.Después ha empezado a correr a ciegas.
Desde ese día, Kiwako y el bebé robado vivirán una huida sinfin. La lucha desesperada de Kiwako por vivir su maternidadatrapa al lector sin que pueda abandonar la lectura hastaun final que se lee con un nudo en la garganta.