Puede parecer sorprendente que, en el campo de exterminio, uno de los estados de ánimo más frecuentes fuese la curiosidad. Sin embargo, éramos, además de gente asustada, humillada y desesperada, curiosos; hambrientos de pan y de comprender. El mundo a nuestro alrededor había dado un vuelco total, por tanto, alguien lo había volcado y, por eso, él también era una persona inestable: uno, mil, un millón de seres antihumanos, creados para torcer lo que estaba recto, para manchar lo que estaba limpio. Era una simplificación ilícita, pero en aquel tiempo y en aquel lugar no éramos capaces de articular ideas complejas.