El huargo se sacudió las manos de Jon con las orejas erguidas. De repente emprendió una carrera. Saltó a través de unos arbustos, sorteó un montón de hojarasca y corrió colina abajo, apenas una estela blanca entre los árboles.
«¿Hacia el Castillo Negro? —se preguntó Jon—. ¿O detrás de alguna liebre?». Habría dado cualquier cosa por saberlo. Tenía miedo de ser tan mal cambiapieles como hermano juramentado y como espía.