Un horror inmenso y, acaso, algo de terror, de pavor, de miedo incoercible, ahogaron su disposición a la muerte. Probó entonces a mover brazos y piernas. Vio que podía hacerlo.
Se incorporó.
Se puso en pie.
Corrió.
Corrió a lo largo de los cerros que separaban la hondonada y el camino y que bajaban hacia el valle. El dolor del pecho lo fatigó pronto; se lo aumentaba la postura de los brazos, atados a la espalda y convertidos así en obstáculo de la carrera. Tropezaba; perdía cada diez pasos el equilibrio; estaba a punto de caer. Cien metros habría avanzado apenas cuando el silbo de las balas le anunció que lo perseguían. Se tornó un instante para ver: seis o siete soldados corrían como para alcanzarlo, aunque todavía muy lejos. Reanudó la fuga; seguían disparándole.
Así avanzó unos cuantos segundos más. Lo acosaban las balas. Llegó a un sitio donde se abría, entre cerro y cerro, una senda; para protegerse de los proyectiles se metió por allí. La senda lo condujo, a poco, hasta el borde de un pequeño precipicio, tan inesperado, que las copas de los árboles de abajo, salientes y vistas a distancia, le habían parecido al pronto hierbajos y matas que brotaban del suelo. Se echó a tierra para no precipitarse por el derrumbadero. Se levantó de nuevo, y jadeante, casi exhausto, volvió a correr, ahora bordeando el precipicio y subiendo en seguida por el recuesto que llevaba, pasos más lejos, a la otra vertiente de la altura. Por de pronto, los soldados, que no lo veían, no le podían disparar.
Ya en la otra vertiente avanzó cincuenta o sesenta metros, en declive casi paralelo al de poco antes, declive que terminó pronto en un sitio donde la ladera del cerro, en violenta arruga se despeñaba como cauce de arroyo seco. Axkaná se detuvo. Sólo se le ofrecían dos caminos: o bajar por allí, o esconderse entre las peñas. Si lo primero, los soldados lo alcanzarían antes de unos minutos; si lo segundo, lo encontrarían en cinco o seis. Volvió la vista en torno. A su izquierda, a cincuenta pasos, sobresalían apenas, rozando casi el borde, del talud, los árboles del precipicio. Aquello lo iluminó: sacudió la cabeza entre las rodillas para hacer que cayese su sombrero al suelo y, acto seguido, sin vacilar, corrió en dirección del precipicio y brincó con tal furia que no parecía querer salvarse, sino suicidarse, acabar de una vez.