La maestra de piano le enseñó dos cosas importantes: primero, que para tocar música no es necesario oírla, sino sentirla; y segundo, así como no hay luz sin oscuridad, como no hay bondad sin maldad, tampoco es posible la música sin el silencio. Y ella así lo creyó.
Un día, se dio cuenta de que también había música en sí misma, que su corazón se aceleraba, sus piernas se aflojaban y su interior vibraba cuando él, Daniel, estaba cerca. Y es que él había traído la música a su vida: la del piano y la de su propia alma. Era él quien llenaba de melodías la quietud en la que vivía, por lo que cuando se fue, la música también se acabó.
Y es que crecer duele, y la pobreza es enemiga de los sueños; pero entonces, sumida en el más profundo y absurdo silencio causado por la desazón y los problemas de la vida, recordó la lección de la maestra: no hay música sin silencio. Y así, su corazón volvió a latir, y en su quietud volvió a sonar aquella melodía.