Esta terrible profecía fue cumplida durante los eventos de la crucifixión de Cristo. Él no solo sufrió en cuerpo, sino que también su alma padeció. Fue desamparado por sus propios discípulos y rechazado de los judíos, su propia raza.
Ellos se burlaron de Él, le arrancaron brutalmente su barba y abofetearon su rostro. Escupieron su rostro, le desnudaron públicamente y le sentenciaron a morir de la muerte más vergonzosa pronunciada sobre los criminales más terribles de la época, la crucifixión. Los líderes religiosos de aquel tiempo le escarnecieron en voz alta y en público, mientras Él en silencio sufría con dolor.
¿Qué más podría haberse hecho para hacer Su agonía del alma peor? Sólo una cosa. Verse abandonado por Su Padre Celestial. No podría haber una herida mayor para el corazón humano. Con todo, tenía que sufrirla. Ese era el precio que tenía que pagar por nuestros pecados.
El corazón de Su Hijo no sólo fue quebrantado, sino que como Padre Celestial, el Suyo también lo fue. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El”. (2 Corintios 5:21).
No alcanzamos a imaginar, cuán doloroso tuvo que haber sido aquel clamor surgido de los labios de Jesús, a medida que ascendía desde la tierra hasta el cielo: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?”. (Marcos 15:34).
En realidad, cuando la lanza fue incrustada en el costado de Jesús, lo que salió fuera de su cuerpo fue más que solamente agua y sangre: “Por cuanto derramó su vida (alma) hasta la muerte...” (Isaías 53:12).