Es evidente, escribía un Baudrillard resignado, que una mujer siempre sabrá acariciar mejor a otra mujer que cualquier hombre. Es una apreciación arriesgada, pero en tantos casos cierta: las mujeres conocen su cuerpo porque lo vuelven realidad sumando las miradas codiciosas, excitadas de los otros: saben bien que desde la curva de sus muslos varias vidas pueden resbalar e irse al infierno. Dos mujeres acariciándose son la absoluta metáfora del vacío, de un placer sin descendencia, ni principio, ni fin.