Apenas apareció, causó una sensación en el arte europeo. Gracias a su menor precio, en tan solo unos años el azul de Prusia reemplazó por completo el color que los pintores habían usado desde el Renacimiento para adornar las túnicas de los ángeles y el manto de la Virgen: el ultramarino, el más refinado y costoso de los pigmentos azules, se obtenía moliendo lapislázuli extraído de cuevas en el valle del río Kocha, en Afganistán. Ese mineral, convertido en un polvo finísimo, daba un tono índigo tan profundo que solo pudo ser replicado químicamente a principios del siglo XVIII, cuando un fabricante de pinturas suizo llamado Johann Jacob Diesbach creó el azul de Prusia.