casa estaba habitada por espíritus; Luker los llamaba Elementales, y era un nombre tan bueno como cualquier otro. Pero dar un nombre tan definido a un espíritu o espíritus cuyo carácter era tan distintivamente indefinido resultaba más engañoso que pertinente. Y Odessa estaba en lo cierto: los Elementales no eran eso que aparecía en las fotos de India. No adoptaban la forma de un sapo del tamaño de un collie, no eran Marian Savage y su loro Nails, no eran una criatura macilenta de puro hueso y poca carne que gateaba por las torres: los Elementales eran simplemente presencias, amorfas e insustanciales. Eran indefinidos en número, tamaño, poder, edad, personalidad y hábitos: lo único que India sabía con certeza era que formaban parte del aire de las habitaciones, que estaban en la arena. Cuando las tormentas se abatían sobre Beldame y la lluvia lavaba el techo de la tercera casa, los Elementales eran barridos de los aleros y caían por las canaletas oxidadas. Cuando el sol penetraba en las habitaciones a través de las ventanas cerradas, los Elementales estaban en cada grado de calor iridiscente y abrasador. Eran el mecanismo de las cerraduras de las puertas, eran la podredumbre que deshacía las telas, y eran el detrito negro que se juntaba en los cajones que llevaban tres décadas sin abrirse.