Cuando mi contrato con la revista Ms. llegó a su fin, seguí escribiendo. Quería entender las preguntas de mi mamá, y a mi tía Dora, quien pensaba que yo era una india; también quería entender a mi papa, que bebía mucho. Necesitaba ver sobre el papel a las mujeres y al padre que había amado, rechazado y traicionado, y escribirlos sin la mancha del hombre blanco que pensaba que nuestras vidas y nuestras historias debían ser derribadas con un buldócer.
También quería testificar. Decir: esto sucedió. Estas historias silenciosas sucedían mientras los hombres en traje de Washington agitaban sus guerras privadas en Centroamérica, cuando comenzaron a empujar las fronteras hacia los desiertos, cuando insistieron con su política de «No preguntes, no digas», cuando firmaron el nafta