Tradicionalmente hemos presupuesto que la fotografía, antes incluso que corresponder a una visión, participa de una determinada organización del mundo; aquel argumento en base al que aceptaríamos que todo registro fotográfico no sólo describe, sino que codifica la realidad de algún modo, promoviendo siempre la naturalización de ciertas formas de ver y mirar. Por supuesto, tampoco cabría negar que la fotografía es una manera de «adquirir posesión simbólica o imaginaria sobre la realidad»[19], un instrumento, pues, de poder y, en último término, de «protección contra la ansiedad»[20]. Pero cuando el acto de registrar imágenes se hace, como sucede hoy, continuo, casi convulso, este registro parece acabar correspondiendo más a la tecnología de la visión empleada que a una intencional y subjetiva configuración del campo perceptivo.