El sol, la luna y las estrellas salen siempre por el este y se ocultan por el oeste. Resucitan cada noche, cada noche, y completan idénticos ciclos que vuelven a repetir una y otra vez. Ahí seguirían, pensé, aunque yo muriera. Existía allí arriba un orden, una predicibilidad, una permanencia en los astros casi tranquilizadora, que me hacía sentirme insignificante.