—¿Te irás, di, y me olvidarás? ¿Te olvidarás de este pobre poeta muerto?
Se endereza y vuelve a caer. Tose, tose y solloza, con sus negros ojos extáticos, perdidos en la última noche. Me aprisiona contra él. Hunde sus uñas en mí. Me hiere. Ya no sabe acariciarme. Ya no comprende el placer, la ternura, el dolor. No comprende nada de lo que comprendía tan bien antes. Va olvidándolo todo, trastornándolo todo, todo menos mi nombre.
—Teddy... Teddy... Teddy...
Y se muere.
Nadie podrá creerme, pero es tan inmensa mi soledad y mi horror en estos momentos ¡que para qué mentir ya!
Yo le cerré los ojos cuidadosamente, sin arañarlo, como si tocara una hostia. Yo le cerré la boca y lo cubrí todo entero con las sábanas. Después, tomando entre mis dientes un haz de flores secas y de versos, se los regué encima así, esparcidos por el catre, igual que una bendita nevada. Hecho esto, hui hacia el rincón más cercano —donde duermo a veces— y rompí a aullar, a aullar con el cuello tieso y el alma hecha pedazos, consumiendo las últimas fuerzas de que dispongo.
Cuando los perros aúllan, sé que los hombres se asustan: no, no hay nada que temer. Los perros aullamos del mismo modo que los hombres lloran y hacen otras cosas. Es un hecho sin importancia, enteramente natural, y que a nadie atañe, sino a nosotros mismos. Por ejemplo, yo aúllo ahora porque me encuentro solo, porque siento frío aquí dentro y porque me voy a morir muy pronto. En cuanto lleve a mi amo al camposanto