Al desarme estratégico de Occidente le ha precedido un desarme cultural. El ataque de Rusia a Ucrania nos ha cogido desprevenidos, ocupados en nuestra propia destrucción.
Por primera vez, es el propio imperio el que contribuye a su colapso. La reescritura de la historia, la corrección política y un antirracismo radical y revanchista, defendidos por el establishment cultural y económico, niegan los valores occidentales y defienden que sólo tenemos pecados que expiar. El ecologismo extremo, religión neopagana de nuestro tiempo, demoniza el progreso económico. Aquellos que no cumplen los nuevos preceptos son cancelados. Los jóvenes, esclavizados por las redes sociales, son manipulados. La alianza entre el capitalismo financiero y las grandes compañías tecnológicas propugna una globalización contra los trabajadores y la clase media. Ya no existen injusticias económicas. Sólo «un planeta que salvar» y un mosaico de identidades que exigen reparaciones.
A todo ello se une la proliferación de noticias falsas, una burocracia elefantiásica que paraliza cualquier iniciativa y un conglomerado de intereses que se resiste al repliegue de Estados Unidos, deseable en muchos sentidos, pero que dejaría desprotegida a una Europa que pretende ser «herbívora».
A los europeos nos cuesta todavía entender todos los excesos que están a la orden del día en Estados Unidos, pese a que el contagio del Viejo Continente ya ha comenzado. Ante este panorama, El suicidio occidental es una advertencia y una voz de alarma.
«La derecha moderada es casi invisible y la izquierda razonable se siente intimidada por los radicales. Por una cruel ironía del destino, precisamente los europeos que más desprecian a Estados Unidos están importando ahora sus peores defectos». Federico Rampini