En su casa de negocio, destinada al mundo de la fotografía, Ayala se muestra ajeno y desconocedor de la sordidez que le rodea. Afable y solícito, paternal y solitario, su existencia transcurre apaciblemente, expendiendo bobinas, máquinas, objetivos, proyectores de diapositivas y complementos diversos.
A última hora, una tarde de otoño, el último cliente, foráneo a la sazón, entra con sospechosas intenciones portando un misterioso carrete que precisa de discreción y una imposible complicidad por parte de Ayala.