Desde la toldilla del café vi la extensa costa, elegantemente perfilada, que debe el nombre de «Costa de Esmeraldas» a su verdura perpetua. Algunas casitas desparramadas, un puesto de aduaneros, un blanco penacho de humo procedente de alguna locomotora que atravesaba un valle entre dos colinas, algún telégrafo óptico aislado, haciendo muecas a los buques que veía mar adentro, la animaban.