En 1914 fue a la guerra, tranquilo, sin entusiasmo y sin miedo, porque sabía que su raro don no dejaría de producir efecto en los oficiales de un cuartel general. Durante cuatro años estuvo a veinte kilómetros del frente, en pueblos idílicos, junto a pucheros y hogares calientes, ante cantidad de alimentos sabrosos. A veces habla de aquellos tiempos, y siempre que lo hace añade: «Los oficiales de mi Estado Mayor comían mejor que combatían». Es el único aforismo que se le ha ocurrido y se le ocurrirá jamás, y no encierra un reproche, sino un elogio.